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Orson Welles siempre vuelve: un recuerdo desde España

Un repaso a la vida y obra de uno de los cineastas más importantes de la historia del cine

Por Emilio Dumas

Licenciado en Ciencias de la Educación, socio de La Galerna (portal de opinión y entrevistas relacionadas con el Real Madrid) y autor de Mi vida en La Galerna. Cine e historias de madridismo.

Cuando el cine engancha
Siempre me fascinó la figura y la personalidad de Orson Welles, desde un ya lejano día en el que vi por primera vez su Ciudadano Kane en el canal UHF, lo que hoy en sería La2 de RTVE. Debía de tener yo doce o trece años y no pude dejar de verla hasta el final, pese a que en aquel entonces no me enteraba muy bien de la historia.
 
Desde aquel descubrimiento, Welles es uno de mis grandes referentes cinematográficos, colecciono decenas de biografías suyas, ya que también me interesa su personalidad fuera del cine. Niño prodigio, superdotado, actor de teatro recorriendo medio mundo aun siendo adolescente, director de su propia compañía teatral con veinte años, notable como mago ilusionista, capaz de aterrorizar a media América a sus 23 años, cuando hizo su versión radiofónica de La guerra de los mundos de H. G. Wells: todo un adelantado a su tiempo, en definitiva.
 
Orson Welles vuelve a estar muy de actualidad debido al éxito de la película Mank (disponible en la plataforma de Netflix), en la que la gestación de Ciudadano Kane es el nudo gordiano del argumento, y de la recuperación, también en la misma plataforma de contenidos, de su film maldito La otra cara del viento cuyo montaje definitivo ha sido supervisado por su amigo el director y escritor Peter Bogdanovich.
Una carrera plagada de avatares
Ninguna ópera prima de ningún realizador ha superado jamás en calidad y en repercusión a Ciudadano Kane, y sigue apareciendo como la mejor película de todos los tiempos en numerosas listas de críticos avezados, 80 años después de su estreno, y pese a que ciertas olas de modernidad menosprecian (o dejan en las cajoneras) a los filmes con fotografía en blanco y negro. La dirección, la producción, el guion (a cuatro manos entre Welles y Herman J. Mankiewicz), la fotografía de Gregg Toland, la magnífica banda sonora de Bernard Herrmann, y el impagable elenco de protagonistas, con el propio Orson a la cabeza, más la mejor interpretación de toda su carrera de Joseph Cotten, Everett Sloane, Agnes Moorehead, Paul Stewart, y tantos otros, hacen de esta película una obra absolutamente actual, y que cada uno de sus 119 minutos sea increíblemente fascinante.
 
Como es bien sabido, Kane fue, a la vez, lo mejor de Welles y el principio de su decadencia como director, ya que a partir de su The magnificent Ambersons, estrenada en España como El cuarto mandamiento, toda su carrera fue plagada de zancadillas y de maledicencias. La historia de los Amberson es una maravilla, incluso después de haber padecido numerosas mutilaciones por parte de la RKO, de más de 45 minutos, y pese a que Robert Wise hizo lo mejor posible para que se estrenase con un montaje digno, aunque cuyo final no tenía mucho que ver con el original escrito por Orson.
La adaptación de un actor
Tras su interesantísima La dama de Shanghai, que fue un descalabro económico, Welles se vio abocado a tomar el barco rumbo a Europa, donde su prestigio como genio del séptimo arte estaba aun intacto. Muchas de las obras que hizo entonces, ya bien en Francia, en Marruecos o en España, con presupuestos prácticamente ínfimos, ya casi han pasado al reino del olvido: entre su Macbeth de 1947 y su Otelo de 1952, cada proyecto para dirigir no encontraba eco entre ninguna gran productora europea, menos aún americana.
 
Fue una época en la que Orson aceptaba casi cualquier papel como actor (Cagliostro, El príncipe de los zorros, La rosa negra…), actuando bajo las órdenes de buenos directores (y amigos) como Henry King o Henry Hathaway, en llamados «roles alimenticios». Claro que en esa época (1949), también apareció en uno de los mejores films británicos de toda la historia, encarnando al malévolo Harry Lime en El tercer hombre, obra que muchos siempre han pensado que —por lo menos— las escenas donde aparece Welles las dirigió él mismo y no el director oficial de la cinta, Carol Reed. También hay constancia de que sus breves líneas de diálogo salieron de su pluma.
En cualquier caso, Orson apenas volvía ya a su país natal, y pasaba prácticamente todo su tiempo entre la Costa Azul francesa y España, donde rodó su fallida, aunque en ciertas escenas maravillosa, Míster Arkadin, con su viejo amigo y excepcional actor, Akim Tamiroff. Sus estancias en España, en particular en Madrid (también en Andalucía, en especial en Sevilla y en Ronda, siempre cerca de su amigo el maestro Antonio Ordóñez), se hacían cada vez más largas ya que adoraba nuestro país, sus gentes, su gastronomía, su forma de vivir y, por supuesto, los Sanfermines pamploneses.
 
Su regreso para dirigir en Estados Unidos, diez años después de La dama de Shanghai, supuso el rodaje de la extraordinaria Sed de mal, un regalo para todos los amantes de los filmes noirs y una de las mejores producciones americanas de toda la década, ya de por sí, excepcional, de los años 50. Aunque, una vez más, la crítica y el público le dieron la espalda al genio de Kenosha, una pequeña localidad en la ribera del lago Michigan, al sur de Milwaukee (Wisconsin).
«Sólo hay una cosa que odie más que rezar en las películas y eso es el sexo»
Ya nunca sería lo mismo para Orson, encumbrado en los altares por toda la crítica europea, en particular por los padres de la Nouvelle Vague francesa (país en el que fue adorado, hasta el punto de recibir en 1982 de las manos de François Mitterrand la condecoración de la Legión de Honor en su grado de Comendador), y cada vez más asentado en su residencia madrileña de Aravaca (en la célebre finca «Mi gusto»).
 
Su última gran obra, reafirmando su vínculo absoluto con Shakespeare, fue la espléndida Campanadas a medianoche, con el inestimable apoyo del joven productor madrileño Emiliano Piedra, que se las ingenió para conseguir un presupuesto que, de primeras, tenía previsto un rodaje de 12 semanas y que finalmente se alargó hasta 20. La película se rodó en 1965 en diversas localidades por toda España: Colmenar Viejo, Cardona (Barcelona), la Casa de Campo madrileña, Ávila, Pedraza (Segovia) y Soria. Y contó con importantes figuras del cine europeo como los ingleses John Gielgud y Margaret Rutherford, o como la francesa Jeanne Moreau, amiga íntima de Welles desde el rodaje en Francia de la adaptación de Franz Kafka en El proceso en 1962. Su interpretación como Falstaff es quizás la mejor de toda su carrera.
 
Siguiendo en España, nos regaló en 1968 una pequeña joya: Una historia inmortal, rodada íntegramente en Chinchón (Madrid), que, sorprendentemente, transformó en la colonia portuguesa de Macao, en la China de principios del siglo XX. Tan solo imaginar entrar en la mente de Orson para que el puerto de Macao estuviese a 35 kilómetros del sur de Madrid, en plena meseta castellana, nos da una pequeña pincelada del genio extravagante del gran director norteamericano. Jeanne Moreau, una vez más, fue su musa inspiradora.
Genio y figura
En aquellos años, y ya con la que fue su última compañera sentimental, Oja Kodar (tras sus matrimonios con Virginia Nicholson, Rita Hayworth y Paola Mori, y su sonadísimo romance con Dolores del Río, su pareja cuando se gestó Ciudadano Kane), era muy habitual verlo pasear por la Gran Vía madrileña, comer en Casa Paco, al lado del Rastro, pasear con las hijas de Antonio Ordóñez por el Retiro (Carmina siempre le llamó «tío Orson»), contemplar desde la barrera alguna corrida de toros en Las Ventas con su inefable puro habano, asistir a un cóctel en el hotel Castellana Intercontinental, tomar unos combinados en el local de su amigo Pedro Chicote o acabar de madrugada en los «tablaos» del Corral de la Morería o en Villa Rosa.
 
Sirvan estas líneas como un pequeño homenaje de un admirador a un genio tantas veces incomprendido, un director capaz de innovar ya al final de su carrera con su espléndido documental Fraude (F for Fake), rodado en Francia mayoritariamente pero también en algunas localizaciones de la isla de Ibiza. Y, aprovechando el impulso que ha vuelto a dar en estas últimas semanas Netflix a su figura, que Orson Welles, polifacético, carismático, bon vivant y amante de España, no caiga nunca en el olvido. El séptimo arte le debe muchísimo, aunque la ingratitud de Hollywood nunca se lo reconoció abiertamente.

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2 comentarios en “Orson Welles siempre vuelve: un recuerdo desde España”

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